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Ceremonia de Grados Pregrados y Posgrados Icesi – agosto 2023
Rectoría
Un sesgo al optimismo
Buenas tardes a todos y todas. Hoy les damos la más cordial y entusiasta bienvenida a nuestra universidad; a su universidad.
Quiero saludar muy especialmente a la gobernadora del Valle del Cauca, Clara Luz Roldán, orgullosa madre de uno de nuestros graduandos de hoy, así como también a Marcela Granados, miembro de la Junta Directiva de Icesi y Sub-directora general de la Fundación Valle del Lili, institución de salud que es orgullo de nuestra región y de Colombia, y que es aliada fundamental de la universidad.
Sea esta la oportunidad para agradecerle, y a todos los directivos y colaboradores de la Fundación, una vez más, en nombre de nuestra comunidad universitaria, por su extraordinaria generosidad con Icesi, la cual ha contribuido significativamente a que podamos cumplir con nuestra misión de ofrecer educación de alta calidad en medicina y otros campos a poblaciones de escasos recursos y contribuir así al cierre de brechas sociales en nuestro territorio.
Para quienes no lo saben, la Fundación Valle del Lili beca, en un 100%, a los 169 residentes que cursan las 26 especializaciones médico-quirúrgicas que ofrece Icesi y becó a los cerca de 340 médicos especialistas que ya se han graduado de esos programas, incluyendo los 27 que se titulan hoy. Este nivel de compromiso con la educación y con la excelencia médica no lo tiene ninguna otra entidad de salud de Colombia.
Saludo, igualmente y de manera muy especial, a los miembros de la Junta Directiva y el Consejo Superior de Icesi que nos acompañan hoy, así como a los decanos, decanas, directivos y a todo el equipo humano de nuestra institución, a los integrantes del Consejo Estudiantil, a otros estudiantes y personas que nos apoyan para el éxito de este evento, y a ustedes, los homenajeados en este día, y sus invitados.
Quiero iniciar mis palabras felicitando de manera muy especial a los 668 graduandos y graduandas de nuestros programas de posgrado, así como a sus padres, cónyuges, familiares y amigos, quienes les han brindado un apoyo indispensable durante su proceso formativo.
Es para mí motivo de gran orgullo anunciarles que hoy graduamos a la primera promoción de nuestra Maestría en Gerencia del Talento Humano. Así mismo, hoy estamos graduando 47 beneficiarios de las becas del Ministerio de Educación Nacional, profesores etnoeducadores rurales de zonas apartadas de departamentos como Amazonas, Putumayo, Chocó, Nariño, Cauca y Huila. Gracias a la tecnología y a nuestros programas virtuales de alta calidad, hoy podemos llegar con educación de excelencia a territorios antes impensables.
Graduandos, hoy queremos expresarles nuestro agradecimiento por la confianza que han depositado en la universiad. Estamos convencidos que con las capacidades, destrezas y relaciones que han construido con nosotros harán una gran contribución a la transformación positiva de nuestro país.
Pensando en las palabras que les dirigiría hoy, decidí atreverme a ofrecerles un consejo. Sé que hacerlo, sobre todo cuando es ‘al por mayor’, como en este caso, es entrar en terrenos pantanosos. Necesariamente los consejos parten de la subjetividad y de experiencias particulares y limitadas, y cada persona es un mundo; aún más cdentro de una comunidad tan diversa como la de Icesi. Pero bueno, aquí voy con un intento que espero les resuene.
¿Quiénes de ustedes ven el futuro—el de nuestro planeta, el de nuestra sociedad, incluso el propio—, con temor o con angustia? … ¿Quiénes piensan que el mundo que les tocó a sus padres o a sus abuelos fue mejor que el actual?
No los culpo. Ambos son sentimientos frecuentes, normales; y, aunque quizás no sirva de consuelo, no exclusivos de nuestra época. Todas las sociedades, todas las culturas, todas las épocas, han tenido sus miedos. Seguramente, la hiperconexión del mundo contemporáneo, que resulta en que nos enteremos al segundo y muy gráficamente de las desgracias que suceden en cada rincón, exacerba estas ansiedades.
Por demás, son temores comprensibles en los individuos, condicionados, como estamos, por nuestra mortalidad. Pero es interesante que sean también característicos de las sociedades humanas, de los colectivos, que abrigan la condición, paradójica hasta cierto punto, de temer por el futuro y a la vez sentir nostalgia del pasado, el cual no es más que una sucesión de futuros que se han ido concretando.
Sobre la segunda pregunta que les hice, que recoge ese sentido casi innato de nostalgia por el pasado, sí creo poder decirles con contundencia que el mundo que les tocó a sus padres—que es el que me tocó a mí—, no fue mejor. Mucho menos el que les tocó a sus abuelos.
Les comparto algunos datos, empezando por uno muy cercano a la ocasión que nos convoca. Ustedes hoy se gradúan de un posgrado. De los colombianos en edad universitaria, hoy un 54% tiene acceso a algún nivel de educación terciaria. Cuando me gradué yo de la universidad, hace 29 años, esa cifra estaba en torno al 17%–la educación terciaria era el privilegio de solo uno de cada 6 colombianos.
Y es casi seguro que muy pocos de sus abuelos hayan recibido educación superior. En el caso mío, que vengo de una familia privilegiada, de mis cuatro abuelos uno tuvo esa oportunidad. Hacia fines de los sesenta, solo 1 de cada 25 colombianos en edad de estudiar—un 4%–accedían a la educación superior.
La cobertura en posgrados, por supuesto, era muchísimo menor.
Vivimos aterrados, con razón, por la violencia y la inseguridad, casi endémicas en Colombia. Pero hace solo 30 años, cuando algunos de los aquí presentes éramos jóvenes, la tasa de homicidios anuales en Colombia superaba los 80 por 100 mil habitantes, y era la más alta del mundo. En Cali estaba en torno a los 150 por 100 mil y estallaban bombas con frecuencia. El año pasado, la tasa de homicidios en Colombia fue de 26 por 100 mil—inferior en casi un 70% a la de aquella época. Hace 60 años, en la relativa paz del Frente Nacional, la tasa de homicidios se ubicaba ligeramente por encima de los 30 por 100 mil.
Estos días también se discute mucho sobre la salud en Colombia y el hambre en regiones como la Guajira; y sin duda éstas son tareas aún incompletas en el país. Pero los colombianos de hace dos generaciones, podían esperar vivir un poco más de 40 años en promedio y medían casi 6 centímetros menos. La expectativa de vida era tan baja, entre otras, ¡porque 1 de cada 4 niños moría antes de cumplir los 5 años de edad! Mi abuela materna murió dando a luz a su séptimo hijo, quien también, lamentablemente, falleció.
Incluso para la época en que nací, hace algo más de 50 años, casi 1 de cada 10 niños nacidos vivos moría antes de los 5 años, y el ciudadano promedio podía aspirar a vivir 60 años o algo más. Para el año 2000, la mortalidad infantil había caído al 2,5% (uno de cada 40 niños fallecía antes de los 5) y la expectativa de vida superaba los 70. Hoy, menos de uno de cada 75 colombianos no llega a cumplir los 5 años—un 1,3%–, y la expectativa de vida promedio es de casi 80.
Sin soslayar los graves problemas y grandes inequidades de Colombia, el avance de nuestra sociedad en las últimas generaciones es notorio. Y, con la excepción de un puñado de países que han elegido gobiernos verdaderamente desastrosos, las mismas tendencias de progreso se observa en todo el mundo. Tristemente, nuestra vecina Venezuela es uno de los pocos países sobre los que se puede decir sin titubear que a las generaciones anteriores les tocó una realidad mucho mejor que a la actual.
No me malinterpreten. No estoy diciendo que no haya dolor injusto en este mundo, o que todas las personas en Colombia o en el mundo hoy cuentan con condiciones de vida aceptables. No. Tristemente hay demasiadas personas que aún viven en condiciones materiales desesperadas y otras que carecen del mínimo y debido respeto social; otras más son víctimas de atroces formas de violencia.
Hay también desigualdades que hieren, que minan la promesa de igualdad de oportunidades, crean las culturas del privilegio y hacen mella en la autoestima de los desfavorecidos. Y todo eso está mal. Muy mal. Y debería dolernos a todos. Sobre todo cuando existen en el planeta las posibilidades humanas y tecnológicas de superar esas desgracias.
Amartya Sen dice en “Una idea de la justicia”, que a él le interesan las injusticias remediables más que los grandes sistemas de valores justos, armónicamente estructurados. A mí también. Creo que el deber de todos es identificar esas situaciones inaceptables y batallar para corregirlas.
Pero esta idea es muy distinta de la idea de que hoy estamos peor que ayer y que el mundo solo ha ido acrecentando los males y las injusticias. Medidos con la vara de los indicadores objetivos, el mundo, con sus tristes ritornelos y sus desviaciones, ha ido progresando. Medido con la vara de nuestras posibilidades sociales y económicas y nuestros ideales morales, hay muchas cosas que corregir. Y son muy graves. Y muy urgentes. Y aún así: estamos mejor, mucho mejor que antes.
Lo que estoy diciendo, lo que están diciendo los datos, es que en muchas de las variables relevantes para definir nuestras condiciones de vida, hemos mejorado. O mejor, para decirlo con optimismo: que estamos mejorando. Y, por lo menos en abstracto, tenemos las condiciones técnicas y científicas para seguir por esta senda de mejora.
Pasemos ahora de la extraviada nostalgia del pasado al desasosiego por el futuro. Ya decía que la especie humana padece de una especie de milenarismo ancestral. El término surge del hecho de que hace un poco más de mil años, prácticamente toda la cristiandad creía que el fin del mundo llegaría puntual con el cierre del primer milenio.
Hoy no faltan razones para preocuparnos. El desafío que nos plantea el cambio climático es una realidad cada día más patente. La pandemia nos mostró que un microorganismo puede poner a tambalear una civilización. La injustificada y macabra invasión rusa de Ucrania despertó el temor dormido de una hecatombe nuclear. Hay voces que adjudican graves peligros al surgimiento de la inteligencia artificial, la cual, en su opinión, podría dar un giro maligno. Todo esto por no mencionar ansiedades quizás más mundanas y locales de la realidad colombiana.
Veamos en algún detalle ciertos de estos temores. En cuanto a la inteligencia artificial, todavía es muy temprano para pronosticar sus impactos. Puede que en sus riesgos sea cualitativamente diferente a otras revoluciones tecnológicas, aunque seguro lo será también en sus oportunidades. En cualquier caso, la historia está repleta de ejemplos de recelo e incluso reacción violenta ante la aparición de nuevas tecnologías. En el siglo pasado, la irrupción en escena del teléfono, la radio, la televisión y los computadores suscitaron pavor en muchos.
El fantasma de una catástrofe nuclear, por su parte, cumple casi 80 años. Desde la invención de esta terrible tecnología, el riesgo ha estado siempre latente. El célebre biólogo Edward O. Wilson, de quien tuve el privilegio de ser alumno, señalaba el peligro de que primates de emociones prehistóricas, como nosotros, tuviéramos acceso a tecnologías más propias de los dioses. Pero también hay que decir que los mecanismos de seguridad de estos mortíferos sistemas y las estrategias de control y disuasión de su proliferación y uso, han avanzado considerablemente. Y les garantizo que la sensación de zozobra hoy es leve frente a la que se vivió entre los años cincuenta y los ochenta, con dos superpotencias nucleares enfrascadas en un conflicto “frío”, pero sin cuartel. Yo recuerdo el terror que sentí a mis 8 o 9 años viendo las imágenes en televisión de los desfiles militares soviéticos con sus terroríficos misiles.
Ustedes tuvieron la muy mala suerte de vivir, en época de estudios, o poco antes de ella, una pandemia global de esas que, literalmente, suceden cada 100 años. En un mundo densamente poblado y muy interconectado, los riesgos de propagación aumentan. Pero el avance de la tecnología para hacer frente a este tipo de enfermedades ha sido notable.
Cuando la mal llamada “gripe española”—de la que se estima murieron entre 20 y 50 millones de personas—, surgió en 1918, ni se sabía que era causada por un virus. Esa epidemia mató entre el 1 y el 3% de la población mundial. Gracias a la ciencia y la tecnología, el porcentaje de letalidad total del Covid-19 se estima en el 0,3%–hasta 10 veces menos en un mundo mucho más globalizado. El voluminoso conocimiento acumulado en los últimos 3 años seguramente contribuirá a disminuir la mortandad y el impacto económico, psicológico y social de pandemias futuras.
Hablemos un poco del que considero es el riesgo o problema planetario que de mayor manera define a su generación: la crisis climática. No sé si sabían que en los años 70s muchos temían que lo que vendría sería un “Enfriamiento Global”. Bueno, eso claramente sí era un “fake”; en cambio, la evidencia de calentamiento generado por las emisiones producto de la actividad humana es aplastante. El pasado mes de julio fue el mes más caliente en el planeta desde que se llevan registros, y todo parece indicar que la temperatura seguirá aumentando durante las próximas décadas, causando alteraciones significativas en el clima y estragos en múltiples ecosistemas y territorios.
El reto, que es de descomunal calado, tiene múltiples caras. De un lado, comprende no solo bajar las emisiones, sino también, algo mucho más difícil, reducir los niveles de gases de efecto invernadero ya presentes en la atmosfera. Pero al mismo tiempo, hay que hacerlo sin destruir una economía moderna que le ha permitido a la humanidad alcanzar niveles inéditos de prosperidad y bienestar, y garantizar que cientos de millones de personas que viven en la miseria tengan acceso a más energía, un vector anti-pobreza irremplazable.
La buena noticia es que, en los últimos 5 años, la humanidad finalmente parece haberse puesto seria frente a la urgencia y enormidad del desafío, a la vez que los avances tecnológicos se han acelerado. 150 países, que representan el 88% de las emisiones mundiales, ya han asumido compromisos de llegar, antes de 2050, a emisiones cero. Por estos días hace un año, el gobierno Biden aprobó un paquete de medidas, incentivos e inversiones climáticas por $738 mil millones de dólares, un hito transformacional en materia de política climática.
Aún mejor, los costos de las tecnologías ‘limpias’—los paneles solares, las turbinas eólicas, las baterías para el almacenamiento, etc.—han bajado entre 80 y 90% en la última década, haciendo que muchos aspectos de la transición energética ya no solo sean posibles, sino económicamente factibles. Esto ha contribuido a que la curva de emisiones haya comenzado a doblarse y esté, posiblemente, llegando a su pico.
De hecho, en Europa, Norte y Sudamérica y Oceanía, el volumen anual de emisiones ya lleva varios años bajando—en la Unión Europea desde 1980. La entrada de un volumen sin precedentes de generación limpia en 2022—1.525 teravatios-hora, 3 veces lo que se agregaba anualmente hace 10 años—así como el rápido incremento en la venta de vehículos eléctricos—sus ventas se multiplicaron por 10 en los últimos 5 años—son señales de que la transición ya alcanzó velocidad de crucero.
A medida que avanzan otras tecnologías como el hidrógeno y las de captura y almacenamiento de carbono, etc—cuyo desarrollo se acelera, en un ciclo virtuoso, con el abaratamiento de las fuentes de energía limpia—, será posible pensar incluso en que países y organizaciones se comprometan a emisiones negativas; a remover CO2 de la atmósfera. En este ámbito, Colombia tiene muchísimo que aportar, con sus enormes recursos de sol, viento, agua y tierra, y su gran potencial para ofrecer soluciones basadas en la naturaleza, como proyectos de reforestación.
Hasta hace muy poco, parecía sumamente improbable que lográramos mantener el aumento de la temperatura planetaria por debajo de los 2 grados. Hoy esta posibilidad luce mucho más factible. Y si el avance tecnológico se sigue acelerando—uno de los vectores más difíciles de modelar—quizás podramos movernos más cerca a +1,5 grados.
Ahora, 2 grados, e incluso 1,5, de aumento en la temperatura promedio sigue siendo una barbaridad, y representaría impactos grandes e insospechados, entre otras porque el promedio esconde datos locales más extremos. Pero a estos niveles, el riesgo ya bajaría de ser “existencial” para grandes porciones de la vida en la tierra.
En cualquier caso, se va a requerir de muchas adaptaciones, no solo de nuestras ciudades y poblaciones y en estilos de vida, sino también a través de intervenciones en hábitats naturales. Soy optimista de que está dentro de nuestras capacidades creativas y tecnológicas lograrlo. Se requerirá de una diversidad de tecnologías y soluciones y de variados equilibrios y allí una comunidad de conocimiento como la nuestra, cercana a las organizaciones, tiene mucho que aportar. Sí, debemos preocuparnos, pero, sobre todo, ocuparnos.
Ante retos como éste, como ante tantos en la vida, el pesimismo puede razonable; incluso puede ser llegar a ser estrictamente correcto. Pero también resulta inmovilizante y desmoralizador, a más de hacer más difícil lograr acuerdos y colaboraciones y movilizar recursos y voluntades. Por este motivo, y otros ya enunciados, el consejo que me quiero permitir darles es de perseguir un sesgo al optimismo; no solo a no temer sino incluso a buscar pecar de optimistas. Sé que eso es más difícil para algunos de nosotros que para otros. Por disposición, por carácter, por experiencia de vida. Pero que bien le haría a Colombia una generación de líderes un poco más optimistas; un poco más dispuestos a confiar en el futuro y a confiar en los demás.
¡Una vez más, muchísimas felicitaciones y los mayores éxitos y felicidades!
Muchas gracias
Rectoría
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